Siguen las presentaciones de mitad de temporada, de las de ni frío ni calor, de las que uno no sabe si podrá conseguir en las tiendas, y esta vez es el turno de Francisco Costa para Calvin Klein. Justamente CK me suele entusiasmar más con estas colecciones surgidas de la nada, que cuando le toca de verdad.
El año pasado me pasó con este mismo resort, espectacular, unos colores nunca vistos, muy vivos, casi ácidos; mucho fucsia y naranja y formas que se adherían al cuerpo más de lo normal. Luego la colección de verano fue una vuelta tajante al blanco y a los tonos pastel, y yo al final creo que el invento este del crucero es para despistar porqué para vender más no sé como, si no hay tiempo para promocionar.
La cuestión es que si uno empieza, te tienes que sumar al carro o te queda atrás, aunque no todos se pueden permitir el lujo de financiarse dos colecciones más al año, por mucha publicidad en las revistas que se haga. Eso sí, mejor dos colecciones buenas, que cuatro mediocres o malas. O al menos eso creo yo.
No es este el caso de las propuestas de Francisco Costa para la mítica casa americana, porque esta vez el diseñador brasileño rompe moldes y deja de lado las líneas rectas para contagiarse del espíritu japonés del maestro Miyake de finales de los ochenta. Si algo tienen en común ambas firmas es precisamente el minimalismo, pero lo oriental siempre ha sido más arquitectónico y experimental, y lo americano más chic casual.
Costa parece querer fusionar ambas dimensiones y se atreve con los volúmenes y los cortes, con tejidos menos ligeros, con mangas anchas y asimetrías, marcando hombros. Incorpora una serie de elementos que no había utilizado anteriormente y emplea técnicas nuevas que no desentonan en absoluto con la filosofía de la marca. Eso sí, ni estridencias, ni exageraciones. Todo dentro de un orden lógico. Los colores, siempre pálidos, skin tones en toda su gama y algo de negro. Una colección sorprendente, coherente, y totalmente urbana.
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