martes, 23 de agosto de 2011

QUE ME PONGO

¿Qué me pongo hoy?


Dicen que aunque la mona se vista de seda mona que queda. Un refrán que siempre ha servido para ridiculizar a las feas, pero podría pensarse que también apunta la idea de que la indumentaria y complementos que se ponga una persona carecen de valor y no debe utilizarse para juzgarla… ¿No? Va a ser que no.
En los últimos años, acompañando la mayor participación de mujeres en puestos de cierta relevancia política, hemos asistidos a diferentes episodios en los que estas mujeres han sido analizadas, sojuzgadas y valoradas por su apariencia, su indumentaria o la falta de ella. Recientemente ha sido el episodio de una ministra en biquini, que ha desatado las lenguas de quienes seguramente piensan que nos interesa su opinión sobre la imagen de las mujeres, pero ha habido más.
Los pies desnudos de una portavoz parlamentaria o un traje de gala fuera de los estándares femeninos para la celebración de un acto militar. Sedas, licras o cualquier otro tipo de tejidos más o menos nobles que han servido para desviar la atención y acabar hablando más de apariencia que de competencia.
Y es que la vestimenta de las mujeres, lejos de responder a las reglas planas de la funcionalidad masculina, incluyendo protocolos varios, adquiere significados complejos, simbólicos y, en muchas ocasiones incomprensibles incluso en los casos en los que no se aparta un ápice de la normalidad. Y ejemplos hay desde los más extremos, en los que imposiciones ideológicas y religiosas se empeñan en tapar el más mínimo centímetro cuadrado de piel, hasta experiencias que nos son mucho más cercanas culturalmente.
Normas de vestimenta femenina que sirven al marketing empresarial, como el caso de las enfermeras andaluzas de las clínicas Pascual, las auxiliares de vuelo de ciertas compañías aéreas, o empleadas de grandes superficies a las que se les pide “feminidad en el vestir”. Propuestas de ajustes en las medias de las prendas que buscan una contribución al espectáculo y no precisamente deportivo, como el ejemplo más reciente de las jugadoras de baloncesto y las nuevas reglas de uniformación femenina que la FIBA acaba de fijar.
También están los ejemplos en negativo, porque aún puedo recordar tiempos, y no soy tan mayor, en los que la falta de un modelo de uniformidad para mujeres era alegado como un impedimento para su incorporación a la Policía o el Ejército.
Definitivamente y a pesar de la impresión de que hemos ganado mucho y podemos vestirnos como queramos, la realidad es que nos visten y nos vestimos de acuerdo con criterios que muchas veces no son los nuestros y, además, estamos permanentemente en riesgo de que nos juzguen por nuestros ropajes y apariencia, eso sí, dentro de los estándares clásicos de feminidad y un cierto regusto de tradición ajustada a las preferencias de quienes parecen tener el principal objetivo del placer de voyeur cuando con una mujer se topan sea cual sea la situación en cuestión.
Por supuesto, esto ha sido aprovechado por algunas mujeres, que han llegado a convertir la desnudez o la insinuación sexual en una herramienta de marketing político, y algún ejemplo hemos tenido en las últimas elecciones locales.
Son ejemplos de reacciones y respuestas sociales asimétricas frente a la apariencia de mujeres y hombres en ciertos ámbitos, ya sea en el vestir o en la desnudez. Y es que, aunque algunos de nuestros políticos hayan aparecido retratados en bañador, por ejemplo, o sin atender a las completas reglas de protocolo, nunca han tenido que enfrentarse a respuestas sociales similares a las que han sufrido las mujeres, como si en su caso no hubiera duda sobre que lo mono, tenga mayor peso que la seda. ¿O pensaban ustedes que el femenino en el refrán era mera coincidencia?
Ando yo en estos pensamientos cuando un amigo me dice que está indignado por la evidente discriminación que para los hombres suponen las nuevas reglas de protocolo en el vestir que acaba de aprobar la Cámara Baja, para acceder al hemiciclo, en especial para visitantes de la tribuna. Por un momento cojo aire para explicarle que ni los zapatos abiertos ni las camisas que dejan al aire los hombros son equivalentes en el ámbito de la moda masculina y femenina y que en ningún caso lo son en su valoración social. Casi inicio la argumentación sobre el hecho de que la discriminación no está en las normas, sino en el contexto que permite esta asimetría. Me lo pienso mejor y le respondo que en este momento no tengo tiempo, que estoy pensando qué me pongo para salir hoy de casa.

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